Reina, la
abuela del cachorro inquieto, había sido una eminencia en el valle. Los que
fueron pastores en aquellos cerros, la mayoría, aseguraban que la habían visto
sumergirse en las pozas más profundas del Trueno y pescar las truchas de dos en
dos. Contaban que la perra, antes de devorar los peces, los dejaba asar unos
minutos en los rescoldos de las hogueras que los pastores encendían para
preparar sus almuerzos.
En cierta
ocasión, el tío Leandro pasaba revisión al ganado en puerto, cuando, sin quererlo,
se inmiscuyó en la pugna de dos sementales. De repente, fue embestido por el
más menudo de ellos, media tonelada de animal. Se sintió transmutado
fulminantemente en un muñeco de trapo y sentía la hierba fresca
introduciéndosele por las orejas y la boca, cuando escuchó el gruñido leonino de
Reina. La perra se lanzó sin dudar a las patas del morlaco y le mordió con loca
furia hasta que logró distraer su atención del pastor. En el zaguán de la casa,
colgaba una fotografía de la perra salvadora, tiesa y con el pecho prominente,
en pose regia de leona. Si la familia hubiera tenido panteón, Reina habría
descansado en él una vez muerta decía el tío Leandro.
El pastor contaba
que la perra decidió ir a morir al monte, como hacen los animales nobles, para
ver el último anochecer y después dejarse comer por los buitres y sorber por
los quebrantahuesos. Nunca supo que, en realidad, persiguiendo a unas marmotas
por la tasca, Reina cayó en una sima y que el animal aguantó en el agujero
siete días y siete noches sin agua ni alimento, ladrando cada vez con menor
intensidad y confiando siempre en que Leandro le devolvería el favor.
(Fragmento del cuento en el que estoy, Los viajeros)
Desde Córdoba te pillé! Y te pienso seguir...
ResponderEliminarBuffff, pues esto está más parau...aún así, ahora que vuelvo a la vida, lo retomaré! hablamos prontito!
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