Ayer, al mediodía, fui a la piscina, como todos los lunes. Suelo ir en ese rato porque se está muy tranquila. Me metí al agua, fría acogida siempre la suya, y me impulsé fuerte con los pies para empezar a nadar. Contaba a la vez que respiraba y procuraba ser consciente de mi pataleo y de mis brazos, que alternaban el agua con el aire. Las burbujas de mis espiraciones revoloteaban alrededor de mi barbilla y en el fondo, sobre las baldosas azules y rectangulares, las sombras y las luces bailaban en ondas.
Y bien feliz surcaba yo la demarcada calle de la piscina cuando por mi izquierda comenzó a adelantarme un transatlántico, generando agitadas olas que hicieron al agua meterse en mi boca y trabucar mi bien llevada respiración. A pesar del desconcierto, mantuve la marcha, pero cuando el maromo, que nadaba como si se encontrara entre un banco de pirañas, volvió a pasar a mi lado, fue tal la sacudida que tuve que pararme en medio del agua para reequilibrarme y retomar mi nado.
Logré alcanzar el bordillo, me coloqué las gafas de bucear sobre la frente y comprobé que no sólo la calle contigua se encontraba vacía, sino que la piscina entera era un desierto líquido. Más que perpleja me quedé. La indignación tornó entonces en ansias de venganza y muy premonitoria yo, mascullé: “Ojala le dé un telele”.
Ese animalejo nadaría más que yo, pero si la cosa hubiera sido a darse cabezazos…Así que pensé “yo no me cambio de calle ni aunque me ahogue, que he llegado primero”. Continuamos los dos con nuestro ejercicio. Yo nadaba muy atenta para bloquear mis vías respiratorias a su paso. Cuando estaba cerca de completar el kilómetro que suelo nadar, sentí que las aguas se calmaban y comprobé que los bailes lumínicos del fondo recuperaban su cadencia. Calculé que el mostrenco debía rebasarme en ese momento, pero no noté turbulencia alguna. Nadé hasta el extremo, toqué y de regreso, en el centro de la piscina, divisé al nadador, calmado y bocabajo, con los brazos en cruz y las piernas abiertas, rendido. Pasé a su lado tranquila, estirando todo mi cuerpo y recogiéndolo rítmicamente para impulsar una nueva brazada. Pude ver que se le escapaba alguna pompa de aire, pero realmente parecía un madero pudriéndose en el agua.
Nadé los últimos metros en paz y salí de la piscina justo cuando el cuerpo empezaba a sumergirse. El socorrista me sonrió desde el interior de su oscura garita, lo saludé con la mano -el bobo está loquito por mí- y me fui hacia el vestuario. Treinta y ocho largos y medio soportando a esa bestia acuática: no pude menos que dejarlo morir allí.
Yo hubiera hecho lo mismo, pero creo que en mi caso nunca se hubiera dado esa situación. Ni mis personajes ni yo hemos nadado nuca más de tres anchos.
ResponderEliminar¡Qué envidia Ester!
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