Que la moneda caiga de cara o de
cruz no tiene importancia, porque ya estoy muerta.
Este lugar debe de ser un sótano.
La humedad que me asfixia, las tinieblas que producen dos flechas de luz al penetrar
por un respiradero, el olor a yeso y cal; todo indica que estamos bajo tierra.
Han tenido el decoro de quitarme la venda de los ojos y cubrirse ellos con pasamontañas.
Creo que estamos tres aquí abajo, a ellos dos los veo, pero la oscuridad gana
algunas esquinas y no puedo asegurar que no haya más gente. Él es muy fuerte,
sus manos me manejan como si fuera una caja de cartón vacía, me agarra de los
brazos para levantarme y volverme a sentar, y noto su fuerza firme y segura,
casi delicada, no me da miedo que me lesione con un mal movimiento. Ella es la
única que habla. Tiene una voz sensual, de las que se escuchan en un programa
de radio nocturno.
“Tiraremos la moneda al aire y
decidiremos”, me ha repetido dos veces. Yo no respondo e intento adivinar por
qué estamos aquí. ¿Dónde? No lo sé, creo que es un sótano.
Sí, tengo motivos para estar
amordazada en la oscuridad, con dos personas que se cubren la cara y que
amenazan con tomar serias decisiones siguiendo los argumentos de la caprichosa
gravedad, que atraerá hacia el suelo húmedo una moneda lanzada al aire. ¿Qué
motivos? No lo sé, muchos. He dañado a las personas, he robado y ha actuado en
egoísta beneficio, podría nombrar los siete pecados capitales y entonar el mea culpa detrás de cada elemento de la
enumeración.
Está claro que todo esto no tiene
un mero objetivo disuasorio. Empiezo a sospechar el final. Pero me confunde que
oculten sus rostros. Me preguntó una y
otra vez por qué estoy aquí, por cuál de todos mis actos. Espera, quizá no sea
uno en concreto, puede ser un cúmulo de ellos.
“Elige”, me habla la locutora.
“Cruz”, respondo arrastrada por un católico y sorprendente desarrollo de mi
razonamiento.
Él me agarra de los hombros y me
inmoviliza en la silla y ella, ante mí, lanza la moneda al aire, sin
ceremonias. El metal cae al suelo produciendo un ruido familiar, agradable, un
sonido digno de ser oído por un condenado. Un tintineo tranquilizador, que
recuerda a la cotidianidad de un mercado, de un bar. Me dan ganas de avisar a
la locutora de que se le ha caído una moneda, pero no es el momento, ahora sí
se respira cierto aire solemne: ha salido cruz.
¿Cuáles son las alternativas? Lo
desconozco. Ellos no se muestran ni satisfechos ni decepcionados. Me desatan,
se descubren la cara y luego desaparecen en la negrura. Una puerta se abre y
vomita una luz blanca falseada, que engulle las siluetas del hombre fuerte y la
mujer sensual. Segundos después, cuando yo me dirijo hacia la luminosidad, la
puerta se cierra repentinamente. Aquí abajo hay alguien más.
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| Gilbert Garcin, vendedor de lámparas y fotógrafo. |

¡qué exactitud muchacha! ¡bueno! me has dejado bien inquieta.
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