Don Mariano ya es viejo, si no, no lo llamarían de don. Ha
echado una enorme barriga y camina como un pingüino gigante, dando zancadas
laterales, porque las prótesis de las caderas se le están quedando oxidadas, dice. Don Mariano lee mucho. El periódico, todos los días. Libros, más
que ninguno de los otros viejos del pueblo. Es un hombre afable y no está
deprimido, como suelen estar los de su quinta. Se sienta por las mañanas en el
balcón de la residencia y desde allí, al sol, contempla a los niños mientras
juegan en el parque. Hay uno, rubio y orejudo, que manda sobre los demás y
decide siempre qué se debe hacer, con qué y contra quién. Don Mariano sale al
balcón, observa a los niños y lee el periódico. De vez en cuando algún otro abuelo
sale para charlar con él. Discuten sobre política, sobre religión y, a veces,
hasta sobre la guerra. Después Don Mariano se queda solo y contempla, y lee y
reflexiona. Cada día duda más de cada cosa. Debe de ser que por fin ha madurado, piensa.
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