Cuando empezó a hablarme pensé que me había equivocado, que no era un buen amigo. Me dijo que mi bondad era un escándalo, que hacer horas extra para salvar a la empresa no era un acto altruista, sino egoísta. Aseguró que mi trabajo como voluntario en aquella organización y las historias que después contaba eran un alarde, un aullido que sonaba "veis, soy un tipo cojonudo". Añadió que donar sangre suponía un autolavado de conciencia, que mi actitud de poner siempre la otra mejilla resultaba obscena. Habló, habló y habló.
De repente, empecé a sentir un inmenso calor en los dedos de los pies, la combustión comenzó a subirme por las piernas. Dejé de escucharle. Me abrasó los testículos un fuego, una quemazón en el bajo vientre, me ardía el pecho, quemaban los brazos y, por fin, explotó en mis manos un exceso de energía que lanzó mis puños contra su cara. Cuando acabé de golpearle, la sangre no dejaba distinguir apenas sus facciones. No me había equivocado, sin duda era un buen amigo que por fin me hizo sentir liberado.
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