Se llamaba Clara y su nombre la describía. Tenía la piel casi transparente y los ojos de un azul acuoso que entristecía todas sus miradas. Era silenciosa, tenue y siempre venía de noche, con los ojos acunados en medialunas oscuras. Su voz no era tal, sino un rumor agudo que nunca decía lo que quería decir. Se llamaba Clara y un día me confesó que llevaba muerta mucho tiempo.
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